martes, 1 de junio de 2010

Conyugalia: La felicidad en el matrimonio (II)

La felicidad en el matrimonio (II).
Escrito por Magdalena Subercaseaux
Jueves, 15 de Abril de 2010 13:24

Entrevista realizada a Tomás Melendo por José Pedro González Alcón y María Mercedes Álvarez Pérez para el programa de radio "Con las zapatillas puestas". El Prof. Melendo Granados es Catedrático de Filosofía (Metafísica), Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia, Universidad de Málaga (UMA), España.

¿Muchos quieren vivir juntos antes de casarse para conocerse, para saber si congenian, etc. ¿Esta forma de plantearse el inicio de la vida en común da resultados buenos?

Supongo que en ese vivir juntos está incluido también dormir juntos, tener relaciones sexuales.

Pues bien, las estadísticas manifiestan con claridad que semejante convivencia prácticamente nunca produce efectos beneficiosos. Aporto sólo un par de datos. El primero, que los divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio. Después, que entre los jóvenes, cuando empiezan a mantener relaciones, la actitudes cambian notablemente, empeoran: se tornan más posesivos, más celosos, más irritables. Por eso quienes poseen un poco de experiencia advierten de inmediato cuando un par de chicos ha iniciado ese trato íntimo.

Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado «probar» a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de instrumentos de música; a las personas se las respeta, se las venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se juega a cara o cruz, el porvenir del propio corazón».

Y todavía cabe aportar otro motivo: no se puede (es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario) hacer esa prueba, porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente; en cierto modo, los hace otros, distintos; los transforma en esposos; les permite amar de veras: ¡antes no es posible hacerlo!, como ya dije.

Se trata de un tema apasionante, que me encantaría desarrollar, pero no es éste el momento: la clave estaría en entender de veras en qué consiste la libertad como capacidad de autotransformarse y autoconstruirse hasta desplegar le entera riqueza de una persona cabal y plena.

¿Da la impresión que lo del amor sin papeles o sin ataduras cuadra más con la visión masculina del amor, ¿es así? Si es afirmativo ¿resultaría la mujer más perjudicada en una relación libre?

Quizás esa afirmación sea aplicable a lo peor del estereotipo de «macho» que reina en nuestra cultura (y tal vez no sin motivo). Gracias a Dios, muchísimos hombres no son así: personalmente, no me reconozco en absoluto en esa imagen.

Pero no deja de ser cierto que el varón que no quiere amar en serio se encuentra «más a gusto» en una relación sin compromisos. La mujer, a veces, también, o al menos así lo aparenta; pero de hecho, y hasta cierto punto, se halla efectivamente más indefensa ante la posibilidad de una ruptura; además, si ha habido hijos, queda mucho más marcada y con más responsabilidades.

De todos modos, me gustaría insistir en que, con total independencia de lo que más tarde suceda, los perjudicados son los dos, que no pueden amar de veras ni mejorar ni ser felices. Perdonad que insista en este punto, pero es capital para enfocar bien las cosas.

¿Por qué aquellos que no quieren un amor "con papeles" ahora los están pidiendo, e incluso que se regule su situación como pareja de hecho?

Kierkegaard decía que lo que más aterra al ser humano, más que ninguna otra cosa, es la soledad. Y se refería principalmente a ese ser distinto a los demás, a quedarse aislado, por ejemplo, defendiendo una opinión que no es la de todos, la que hoy llamaríamos políticamente correcta. A eso tenemos auténtico pavor.

Pero, mal que bien, y a pesar de toda la publicidad y la legislación en contra, el matrimonio sigue gozando en la actualidad de claro prestigio como situación normal. No extraña, por eso, aunque pueda parecer contradictorio, que una pareja de hecho reclame el amparo del derecho, que quiera igualar su situación con los casados: ser «como los otros», según la también conocida expresión de Kierkegaard, que es uno de los modos más típicos de huir de la ansiedad y el descontento, como bien explica la psiquiatría.

Dentro del matrimonio ¿existen diferencias entre contraer un matrimonio civil o un matrimonio religioso?

Primero insistiría en que cualquier auténtico matrimonio válido es ya algo sagrado. De hecho, en prácticamente todas las culturas se ha acentuado esa dimensión sacra. Y es que es muy serio que dos personas decidan amarse de por vida y pongan en juego su capacidad de traer al mundo adecuadamente,como consecuencia directa y natural de su amor, nuevas personas humanas.

Pero eso, conviene aclararlo, es pertinente para todo matrimonio válido, real. Y, para los católicos, que es el caso más frecuente en España hoy por hoy, un matrimonio sólo civil sencillamente no es matrimonio. Es cuestión de coherencia con los propios principios. No es lógico llamarse católico y no actuar como tal. Ni la fe ni la gracia son «complementos» de quita y pon.

Además, el matrimonio-sacramento lleva consigo unas gracias especiales que facilitan grandemente el amor mutuo y ayudan a superar los momentos malos que existen incluso en las parejas mejor avenidas.

Ante el matrimonio, ¿cómo yo me puedo comprometer a algo para toda la vida, si no sé qué cosas pueden pasarme, o si elijo bien a la pareja?

Antes que nada, diría que para eso esta el noviazgo, una «institución», por llamarla de algún modo, muy desprestigiada en nuestros días. Es un período imprescindible, que ofrece la oportunidad de conocer al otro y darme a conocer a él, seriamente, de modo que sí puedo empezar a vislumbrar cómo será la vida en común.

Añadiría que ningún ser humano, en ningún ámbito de su vida, puede saber lo que le deparará el futuro. Eso sería jugar al «superhombre», a ser «como dioses». Toda decisión respecto al porvenir implica un cierto riesgo, que incrementa su carácter de aventura y que uno afronta con ese espíritu deportivo, audaz y un tanto arriesgado, si es que tiene un mínimo de agallas. El ejemplo más claro son tal vez los buenos empresarios.

Después, y esto no es en absoluto una salida de tono, si soy como debo ya sé bastante de lo que va a pasar cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para amar a la otra persona y procurar hacerla muy feliz. Y si ese propósito es serio y conozco mínimamente al otro, será compartido por él o ella: el amor llama al amor. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces no es nada fácil que el matrimonio fracase.

La clave está siempre en uno mismo, en la disposición firme de amar sin componendas. Si es sincera, suele contagiar al otro.

Ante estos interrogantes, ¿cuánto hay que pensárselo?

No creo que la pregunta clave sea el «cuánto». Eso depende de muchas circunstancias. No es lo mismo un noviazgo a los 16 años que a los 25 o a los 32: hay más madurez en los últimos casos y más capacidad para conocer con mayor celeridad al otro.

Pero, lo importante son más bien los rasgos que tengo que tener en cuenta. Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con esa persona; también, y antes, cómo actúa en su trabajo, en las relaciones con su familia, con los amigos; si sabe controlar sus impulsos sexuales (pues nadie me asegura que sea capaz de hacerlo, si no, cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra); si me gustaría que mis hijos se parecieran a él o a ella, porque de hecho se van a parecer, lo quiera o no; si lo «veo» como el padre o madre adecuado para mis hijos; si sabe estar más pendiente de mi bien (y del suyo) que de sus caprichos.

En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta (no solo con uno, sino sobre todo, según acabo de apuntar, en las restantes esferas de su actividad: en la familia, en el trabajo, en su vida social, con los amigos, en el trato con Dios); y en tercer lugar, a lo que dice o promete, que sólo tendrá valor cuando concuerde con lo que es y con su conducta.

Fuente: Almudi.org

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