viernes, 14 de diciembre de 2007

Conyugalia: Claves para un matrimonio duradero

14 CLAVES PARA UN MATRIMONIO DURADERO

Fuente: www.puntomujer.emol.com

En momentos en que sólo se habla de separaciones, Florence Kaslow sostiene algo que hoy podría considerarse casi un antitema: matrimonios de larga duración y, más encima, satisfechos.

Una materia que esta psicóloga estadounidense domina no sólo en lo profesional, sino también en lo personal: lleva 50 años de feliz matrimonio.

La doctora Kaslow es fundadora de la International Family Therapy Association, presidenta actual de la International Academy of Family Psychology y del American Board of Family Psychology. En 1991, la American Association of Marriage and Family Therapy la premió por su contribución en la terapia familiar.

La investigación sobre las claves de los matrimonios duraderos, que comenzó en Estados Unidos, fue un fruto que maduró después de asistir a múltiples convenciones internacionales de expertos en terapia de pareja y familia, pertenecientes a distintas universidades.

Su trabajo fue tan novedoso, que inspiró a especialistas de Alemania, Israel, Suecia, Holanda, Sudáfrica y Chile a realizar otros similares, todos durante los últimos cinco años. "Quienes trabajamos en esto nos dimos cuenta de que nuestro esfuerzo había girado durante largo tiempo en torno a situaciones conflictivas y disfuncionales en las relaciones conyugales y familiares y que era hora de centrarnos en los aspectos saludables. Es decir, en descubrir cuáles eran los factores que influían en la satisfacción matrimonial y su mantenimiento a través de los años, tanto en las etapas de tranquilidad como en las de conflicto".

De los resultados observables en estos estudios que incluyeron a cerca de mil parejas, llama la atención lo parecidas que son las respuestas, a pesar de las diferentes culturas y religiones. Por eso, considera la psicóloga, "es tan importante transmitirlos, especialmente a los jóvenes, para que aprendan que la convivencia matrimonial requiere de esfuerzo, sacrificio y contratos claros que les permitan tener una vida de satisfacción y con herramientas para enfrentar las crisis sin temor, saliendo de ellas fortalecidos".

Factores que unen

Los estudios con matrimonios de larga duración, formados hace 25 o más años, se llevaron a cabo en los siete países, sobre la base de entrevistas. A los encuestados se les mostró una lista de más de cuarenta razones para permanecer unidos y se les pidió que escogieran las más importantes.

1.- La institución es un contrato para toda la vida: es la concepción que sobre el matrimonio tienen las casi mil parejas estudiadas.

2.- Responsabilidad por la pareja y los hijos en común, sean biológicos o adoptados. Sienten que forman parte del proyecto común y deben cuidarlos, educarlos y quererlos toda la vida.

3.- Profesar el mismo credo o tener concepciones similares del mundo. Contar con una fuerza protectora y orientadora que consolide el matrimonio significa un gran terreno ganado.

4.- Llevarse bien con la familia de origen del cónyuge. Esto, sin embargo, teniendo muy en claro que se trata de dos grupos familiares distintos y que no se puede postergar al marido o a la esposa por los padres o los suegros.

5.- Llevarse bien con los amigos de la pareja y su círculo social fortalece y enriquece la convivencia marital.

6.- Capacidad para resolver las crisis que se dan en la vida conyugal, provocadas por los cambios que se van produciendo en lo personal, en la pareja y en lo familiar es otro de los desafíos que aprenden a vencer los matrimonios de larga duración. Eso implica diálogos profundos y periódicos, revisión de las grandes directrices de la unión, capacidad para comprender al otro, muchas veces tener que ceder o transar. "Lo que estas parejas saben es que de las crisis bien resueltas salen fortalecidas, beneficiando a la familia completa". La investigación tiene otra parte: los ingredientes que debe tener la vida conyugal para que sea satisfactoria. Entre los que señalaron las parejas en estudio, destacamos ocho. Es importante señalar que cinco de los siete países donde se hizo el estudio pusieron en primer lugar "la confianza mutua", y sólo Estados Unidos y Chile colocaron "amor" encabezando la lista.

7. La confianza, según Florence Kaslow, significa "tener fe en el otro, saber que siempre será honesto, leal, fiel, alguien con quien andar juntos por la vida".

8. Respeto: es el reconocimiento de la presencia del cónyuge como tal, aceptándolo como es: "Convivo contigo siendo tú distinto".

9. Amor y capacidad para expresarlo. Los matrimonios entrevistados reconocen que este sentimiento varía en los distintos períodos. Primero es ciego (amor-pasión), después viene uno más profundo, relacionado con el proyecto común (como tener hijos) y en el que deben jerarquizarse los afectos. Por ejemplo, es natural que la mamá les dedique más tiempo a los niños que al marido, cuando son pequeños, y él tiene que entenderlo, postergándose durante esa época. "Lo que se ve en estas parejas es que se dan siempre la oportunidad del reencuentro en el que reviven su pasión".

10. Comunicación entre los cónyuges, el abrirse al diálogo fructífero en torno a sus emociones, pensamientos, desafíos, planes y temas en conflicto, es un elemento fundamental según los entrevistados.

11. Una buena capacidad para resolver sus problemas es otra herramienta matrimonial, "sabiendo escuchar al compañero e incorporándolo en las soluciones".

12. Compartir la misma concepción del mundo, valores e intereses, se considera un punto importante para la buena relación.

13. La preocupación del uno por el otro, de sus necesidades, sentimientos y felicidad, constituye un elemento central para los felizmente casados.

14. Dejarse espacio y tiempo para estar y divertirse juntos. Las parejas encuestadas señalan que les sirve para compensar las responsabilidades familiares, muchas veces estresantes y pesadas. Ponerle una gota de humor a la relación, aunque parece un ingrediente liviano, le da sazón al matrimonio.

Estos catorce factores, que permiten lograr una convivencia armónica y mantenida en el tiempo, no forman parte de una receta ni tampoco son teoría. Es la experiencia que aprendieron, espontáneamente o a costa de tropezones, caídas y recaídas, casi mil parejas de la vida real. A muchos les puede servir.

Mas información en conyugalia@hotmail.com

domingo, 25 de noviembre de 2007

Conyugalia: Terapia conyugal: ¿para unir o separar?


Terapia conyugal: ¿para unir o separar?


Publicado en El Universal de México
Lunes 30 de enero de 2007

Cuando una pareja se enfrenta a conflictos lo mejor es acudir a un terapeuta que ayudará a lograr la armonía

Cuando una pareja entra en conflictos es fácil pensar que si ni ellos mismos los pueden solucionar, mucho menos lo va hacer una persona extraña que no conoce la relación.

Esa puede ser la conclusión a la que muchas parejas lleguen y tal vez con razón, pero hay otras que como parte de sus armas para salvar la relación utilizan la terapia conyugal. Éstos son espacios donde las parejas se encuentran con el terapeuta, a través de quien llegan a identificar los problemas que aquejan a la relación y los caminos para solucionarlos.

Tres etapas fundamentales

Las terapias son encuentros en los que se desarrollan tres etapas:

Primera. La pareja descarga todas sus preocupaciones y tensiones, es un momento para desahogarse y dejar aflorar todo lo que tenían guardado.

Segunda. Se sitúa sobre la realidad, reconoce lo que le está pasando, mira el problema que existe, lo que tiene y lo que le hace falta.

Tercera. Es cuando se intentan ejecutar los cambios y decisiones que han sido determinadas a partir de las necesidades de acuerdo al problema.

Este es un proceso que se debe cumplir en pareja. En algunos casos uno de los miembros no está dispuesto a acudir a estos encuentros, por lo que los especialistas recomiendan que se dé una aproximación progresiva. Si uno de ellos no quiere, pero quien sí está decidido puede empezar por asistir solo hasta que el otro acepte. Al cabo de la segunda o tercera sesión se recomienda que ambos asistan. Es importante que juntos cumplan el proceso, pues la pareja es de dos y por lo tanto los conflictos también son de los dos.

En busca de soluciones

Cuando una pareja inicia la terapia no se puede determinar un tiempo específico en el que su situación se solucionará, tomando en cuenta que ese "solucionará" no siempre significa que se una y se ame.

Según los especialistas, las parejas llegan a la terapia con la idea de que en un tiempo determinado todo se va a arreglar y que saldrán más enamorados que nunca, pero no siempre es así.

Creen además que el terapeuta será el juez que les diga lo que tienen que hacer y que interceda en lo que no se pueden decir mutuamente.

La mayoría de parejas piensa también que para realizar los cambios evidentes, tienen que esperar a que uno de los dos cambie: "Si tú cambias, yo cambio".

Sin embargo esta no debería ser la posición. El objetivo de la terapia es hacer que los dos se ubiquen sobre su realidad y reconozcan sus propios errores para cambiarlos y que sean conscientes de su situación.

"El terapeuta no tiene la pastilla para arreglarlo todo, eso no existe, el trabajo es de la pareja para su propio beneficio", señala el especialista.

Las parejas que llegan a la terapia deben estar dispuestas a desglosar su situación y sus problemas para que los terapeutas den la pauta de cómo trabajarán en lo sucesivo.

-¿Cómo funciona la terapia?

-En la primera cita el terapeuta se informa de la situación familiar e informa a los pacientes en qué consiste el tratamiento, cómo lo desarrollarán y lo que se puede o no esperar de él, así como tiempo y costos.

Si aceptan, empiezan las sesiones que duran entre hora y hora y media una vez por semana. Los primeros resultados se observan después de 4 sesiones; aunque en el segundo o tercer encuentro el especialista puede hacer un balance; así se vislumbran dos caminos: continuar o terminar la terapia. A partir de la cuarta sesión las sesiones se hacen quincenales.

-¿Para qué sirven estas terapias?

1. Para asumir la realidad, lo que le está pasando y su parte de responsabilidad en ello.

2. Para hacer un inventario de lo que individualmente y como pareja, se tiene o hace falta, para determinar los temas pendientes.

3. Para tomar decisiones y crecer como pareja.

4. Para aliviar la falta de armonía y aprender a llegar a acuerdos

5. Mejorar su comunicación, afectividad e intimidad, así como negociar espacios.

- ¿De qué se puede hablar?

-De todos, desde sexualidad hasta de cómo involucrarse en las tareas domesticas, en la educación de los hijos o en el manejar el dinero dentro del hogar.

-¿Cuándo se debe buscar ayuda?

- Las parejas deberían recurrir a una asesoría incluso antes de casarse, para tener una idea de lo que van a vivir y sepan cómo enfrentarlo. Si esto no es posible es recomendable que si ya están casados acudan cada seis meses aún cuando no existan conflictos, más por cuestión de oxigenación puesto que no les vendrá mal.

En cuanto los problemas empiecen a aparecer es el momento justo para buscar ayuda. No hay que dejar que la relación llegue a su punto máximo de deterioro; mientras se advierten los primeros conflictos es la mejor etapa, si se espera a que la relación esté muy deteriorada será difícil salvarla.

-¿De qué depende que funcione?

-Son varios los factores que inciden para que la terapia conyugal tenga resultados. Uno de ellos es la predisposición que la pareja muestre a lo largo del proceso. Ambos deben querer participar en ella, interesarse en su situación y sobre todo tener disponibilidad para dejarse guiar, permitirse el intentarlo y arriesgarse.

Puede depender también del trabajo del terapeuta. De cómo pueda motivar a los pacientes y su capacidad para infundir toda la confianza que se necesita para desmenuzar bien la problemática y llegar a su origen y soluciones.

Existen además algunas circunstancias externas y a veces ajenas que pueden llegar o no y que favorecen al proceso, como un viaje, un cambio de casa u otras. Sin duda, sólo con el hecho de qué la pareja esté asistiendo a la terapia, se asegura en un buen porcentaje buenos resultados.

-¿Por qué las parejas pueden recurrir a las terapias?

-Muchas veces mientras las personas están inmersas en una situación no son capaces de ver con claridad lo que ocurre. La idea de la terapia es que a través de una tercera persona se pueda ver lo que está pasando, se pueda escuchar mejor y palpar la realidad para aplacar los conflictos y llegar a cambios y decisiones.

Mas información en conyugalia@hotmail.com

sábado, 3 de noviembre de 2007

Conyugalia: Acerca de la comunicación (y de las discusiones) entre los cónyuges

Acerca de la comunicación (y de las discusiones) entre los cónyuges

por Tomás Melendo Granados en http://www.arbil.org/111cony.htm

Un conjunto de reflexiones para los esposos que tal vez les ayuden a mejorar sus relaciones mutuas, las girarán en torno a una cuestión clave para el despliegue de la vida del matrimonio: la comunicación.

1. ¿Conectados?

— Soledad y comunicación

Al parecer, se trata de un proverbio chino. Pero, a modo de simple «despertador», podría atribuirse a cualquier cultura y a cualquier época… y, hoy en particular, no necesariamente al varón, sino también a la mujer.

Un hombre dijo a su esposa: «Tengo muchas cosas que hacer; pero todo, todo, lo hago por ti». Con esta suerte de excusa, no hallaban tiempo para estar juntos ni charlar, y el día en que se encontraron de nuevo ya no supieron qué decirse.

Por desgracia, lo que recoge la anécdota de un modo un tanto simplón, no constituye una situación única o exclusiva en la vida del ser humano. Tras los años despreocupados de la niñez llega la adolescencia, y en ella se experimentan las primeras dificultades para comunicarse. Aflora una tendencia a cerrarse en sí mismo, nos tornamos susceptibles y celosos de la propia independencia e intimidad. Parece que el adolescente solo es capaz de abrirse a los demás dentro del grupo de amigos, pero también allí cada uno representa un simple papel: el de aquel personaje que piensa que le permitirá adquirir el prestigio y recibir la aceptación incondicional que tanto necesita.

— Una experiencia muy común

Y así tantas veces. La soledad es una experiencia que todos, quien más quien menos, hemos sufrido a lo largo de nuestra biografía. Y con la soledad llega la tristeza, a veces disfrazada con un barniz de seriedad. Marcel lo sostuvo con palabras rotundas: «sólo existe un sufrimiento: estar solo»; y lo confirmó tras muchos años de experiencia: «nada está perdido para un hombre que vive un gran amor o una verdadera amistad, pero todo está perdido para quien se encuentre solo».

Con mayor vivacidad, precisión y firmeza lo explica Javier Echevarría: «sólo el amor —no el deseo egoísta, sino el amor de benevolencia: el querer el bien para otro— arranca al hombre de la soledad. No basta la simple cercanía, ni la mera conversación rutinaria y superficial, ni la colaboración puramente técnica en proyectos o empresas comunes. El amor, en sus diversas formas —conyugal, paterno, materno, filial, fraterno, de amistad—, es requisito necesario para no sentirse solo».

Hasta tal punto se trata de algo universal que, con un lenguaje un tanto metafórico, pero certero, la Biblia narra cómo Adán, antes de la creación de Eva, experimentó con desasosiego esta soledad; «no encontró una ayuda adecuada», semejante a él. Por eso acogió a la mujer como un don incomparable y, descubriendo a alguien con quien poderse comunicar, exclamó con un sobresalto de alegría: «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne». (Lo mismo podría haber sido a la inversa).

— No es cuestión de técnicas

Tal vez se comprenda entonces que la falta de comunicación no siempre representa un problema de desconocimiento de las técnicas pertinentes, como suele considerarse, sino que la mayoría de las veces deriva de la ausencia de un buen amor suficientemente maduro y desarrollado.

Por eso, en ocasiones, ante una situación familiar de aislamiento no basta con tomar nota del hecho y acudir a los prontuarios en busca de la «receta» presuntamente más adecuada. Mucho antes hay que plantear a fondo la pregunta: ¿por qué un marido y una mujer —el lector o la lectora y su cónyuge, si fuera el caso— han cerrado las vías de comunicación?

Y la respuesta, a menudo, frente a lo que se afirma casi por rutina, no irá en la línea de la incompatibilidad de temperamentos o de caracteres ni en la de las dificultades de expresión. Porque no es la palabra en sentido estricto, sino el amor, lo que establece la sintonía entre dos personas.

No hay que olvidar la estrechísima relación entre amor y éxtasis. El auténtico amor impulsa a salir de uno mismo, para asentar la propia morada en el corazón del ser querido: según San Agustín, «el alma se encuentra más en aquel a quien ama que en el cuerpo que anima».

Quien ama tiende a dar y a darse, se da de hecho, se «comunica» a la persona amada, entregándole —de todos los modos posibles— lo mejor de sí mismo: su propia persona. Y acoge libre y gozosamente cuanto le ofrenda aquel o aquella a quien quiere: también, en fin de cuentas, su persona.

Bajo este prisma, parece correcto resaltar como modelo de comunicación hondamente humana la que se establece entre una madre y el hijo que lleva en su seno. E incluso cabría hablar, con Carlos Llano, de una comunicación «que dista mucho de ser silenciosa: se constituye, al contrario, en una voz existencial magna y amplificada, aunque sea sin palabras, porque es —y las madres encinta lo saben bien— la donación de la vida».

— … aunque también de técnicas

Con todo, se dan circunstancias en que la raíz del malestar estriba justo en que marido y mujer no saben comunicarse. Se quieren, pero les resulta difícil hacer al cónyuge consciente de ello: no son capaces de dar a conocer su amor. Por motivos diversos, que sería largo exponer, les cuesta hablar: abrir la propia intimidad, hacer al otro partícipe de sus sentimientos, ilusiones, afanes, dudas, preocupaciones…

Aunque se aman, no gozan de la habilidad para alimentar su afecto mediante la palabra… y pueden llegar a dudar de ese cariño y sentir que su amor se enfría.

En tales circunstancias, las técnicas sirven no tanto para suplir el amor (que en este supuesto sí que existe), sino para descubrirlo, para conocerlo cabalmente, desnudarlo de falsas apariencias que lo ahogan, desgranarlo y re-crearlo en un nivel más alto: para hacer re-nacer un amor antes como en ascuas, de modo que despierte los afectos y reavive la pasión amortiguada.

Con palabras más sencillas: las técnicas que un libro, el ejemplo de un matrimonio amigo o el consejo que un experto nos aporten, no pueden suplir un amor que no existe, pero sí ayudar a reconocerlo y descubrirlo más allá de la aparente anemia de la que parecía aquejado. Por eso es conveniente —imprescindible— superar la presunta impotencia y pedir auxilio en momentos de dificultad.

En resumen, podría afirmarse que un matrimonio que ama y lo sabe no necesita técnica alguna, pues los procedimientos con que espontáneamente manifiesta su cariño la suplen con creces; mas a los cónyuges que en el fondo se quieren pero experimentan dificultades para expresar ese cariño, las técnicas de comunicación les ayudarán a amar bien —¡mejor!—, a descubrir o redescubrir un afecto que erróneamente creían desaparecido… y a incrementar ese cariño.

— Dificultad para comunicarse

Tras estas consideraciones, no es difícil comprender que la vivencia que debería presidir el trato de cualquier pareja es la de la comunicación franca y profunda con el propio cónyuge, como fuente de gozo, de paz y de superación de la soledad.

Por el contrario, uno de los fracasos más comunes de algunos matrimonios actuales estriba en que se transforman paradójicamente en sendero hacia la progresiva incomunicación: dos se casan, se aíslan de sus antiguos amigos y compañeros, se hacen voluntariamente estériles, se desentienden de sus mayores y se encierran en sí mismos… para acabar solos, ya sea juntos —«soledad de dos en compañía», llamó hace ya casi doscientos Kierkegaard a algunos matrimonios—, ya cada uno por su lado.

Pero aun prescindiendo de circunstancias tan extremas, no siempre resulta fácil comunicarse con una persona amargada, acaso por culpa nuestra. O por la suya. Tampoco es sencillo abrir el corazón cuando está uno deprimido, triste o cuando —por lo que ha sucedido en ocasiones anteriores, pongo por caso— tiene miedo de que le tomen el pelo si pide un poco de ternura en un momento en que la necesita.

Por varios motivos, pero sobre todo por orgullo —¡los tan tristes «derechos del yo»!, sobre los que más tarde volveré—, a veces evitamos aparecer ante los ojos de nuestro consorte como en verdad somos: no nos fiamos de su amor incondicionado. De esta suerte, uno y otro seguimos siempre siendo parcialmente desconocidos y extraños.

La situación, entonces, degenera, tornándose más y más penosa, por cuanto en el matrimonio —comunidad de vida y de amor— la comunicación personal entre los cónyuges resulta insustituible. La vida conyugal no puede reducirse al encuentro de dos cuerpos, y mucho menos al de dos sueldos, sin que se dé ya el de los corazones… manifestado también y enriquecido a través de la palabra hablada.

Como sostiene El matrimonio y la familia, «el diálogo —junto con el propio amor y la unión conyugal— constituye un medio excelente que tienen los esposos a su alcance para lograr hacer de sus dos vidas una sola; para conseguir una sintonía sin sombras ni secretos que les permita mirar juntos hacia el futuro sobre la base de un pasado y un presente compartidos; para hacer verdad el principio de autoridad conjunta respecto a los hijos y la familia. Cabe afirmar que sin diálogo no hay familia; que si no se “pierde el tiempo” en hablar, no se ganará lo que merece la pena: felicidad familiar, hecha de participación, ratos compartidos, comunicación permanente, encuentro de corazones».

— Algo más que charlar

En cualquier caso, y una vez asentada la necesidad del diálogo, resulta imprescindible volver a advertir que comunicarse es algo más que un simple conversar o platicar. Presenta, en cierto modo, un doble objetivo: la verdad —el conocimiento efectivo de la realidad tal como es— y el amor.

Comunicarse es, en primer término y por encima de todo, medio insustituible para alcanzar la verdad y resolver los problemas que pueda plantear la familia; y es también y simultáneamente un instrumento soberano para facilitar el amor, haciendo partícipe al cónyuge de los propios sentimientos, de las propias necesidades, alegrías, expectativas y esperanzas.

Consiste en «bajar la guardia» por completo y colocarse hondamente en contacto con el otro para dejarse conocer y conocerlo hasta el fondo; en trasvasar el contenido más íntimo y pleno de lo que nos constituye como persona a la persona, también vívida y sobreabundante y receptiva, del otro.

De ahí que se pueda incluso hablar mucho sin que exista real comunicación: no hay nada de verdadero interés en el mundo que nos rodea que reclame nuestra atención esforzada; ni nada serio, vital, dentro de uno, susceptible de ser ofrecido y acogido amorosamente por nuestro interlocutor.

Cabe charlar de deportes, de la moda, de dinero o de chismes de los vecinos sin comunicar lo que se vive por dentro (a veces, tristemente, porque esa interioridad, poco o nada cultivada, se asemeja bastante a un desierto despoblado y árido). Hay gente tan locuaz como celosa de la propia intimidad.

Por desgracia, vemos bastantes matrimonios en que la comunicación primero se da por supuesta y luego —en fin de cuentas, por miedo al rechazo: por no advertir que somos queridos incondicional y gratuitamente— se teme; se suprime el coloquio personal y se silencian o eluden los problemas. Los espacios vacíos los llena entonces la televisión, el periódico, Internet, un pasatiempo, el teléfono, etc. De una manera muy especial la profesión, incluida la de ama de casa, puede transformarse en un refugio para evitar el diálogo cara a cara.

— Una advertencia importante

Como se habrá podido observar, el concepto de comunicación que estoy esbozando resulta más amplio y rico de lo habitual en contextos similares.

Lo que con frecuencia se expone adolece de un doble defecto de perspectiva:

• Por un lado, de manera no del todo consciente, los pretendidos «expertos» se dejan arrastrar en exceso por el modelo de comunicación más normal en nuestra cultura: el de los mass media, en los que adquieren un papel privilegiado los factores técnicos y estructurales y la categoría de los signos.

Por el contrario, para que un matrimonio vaya adelante y se perfeccione, se requiere algo mucho más personal y cálido que la simple transmisión de informaciones. Es necesario, como antes apuntaba, un trasvase de lo más propio e íntimo que la persona posee; y esto tiene que ver más que con la capacidad de expresión oral, con la actitud recíproca de los esposos y, en definitiva, con la grandeza de su amor mutuo y de su entrega.

• En segundo término, no es infrecuente que, en las sesiones de orientación públicas o privadas, la falta de comunicación se convierta en una especie de talismán explicativo o, si se prefiere, de chivo expiatorio sobre el que se cargan prácticamente todos los problemas surgidos en la vida conyugal.

Y no es que se trate de algo irrelevante, ni mucho menos. Pero, por lo común, no representa la razón última de las disfunciones de un matrimonio: con bastante frecuencia se convierte en la pantalla que oculta otras causas más profundas y globales, que son a las que conviene intentar poner remedio… no solo mediante la invención y puesta en práctica de procedimientos técnicos, sino de ordinario modificando hondamente las disposiciones y la actitud personal de los cónyuges.

Dentro de los límites de este escrito, en las páginas que siguen atenderé a ambos tipos de factores: los que permiten una mejora inmediata de la comunicación y los que implican y facilitan una mudanza de fondo en la relación inter-personal de los cónyuges.

2. Reglas de comunicación

Volviendo a dejar claro que en definitiva no estamos solo ni principalmente ante un problema de técnicas, sino de amor y de mejora personal, intentaré, según he dicho, exponer algunas reglas sencillas para favorecer la comunicación entre los esposos:

— Escuchar

Saber escuchar es la primera y tal vez más difícil condición para que pueda establecerse el diálogo. Y viceversa: no existe persona más interesante y simpática que quien sabe escucharnos.

(Por eso he comentado alguna vez, en tono de broma pero con una intención muy seria, que lo realmente importante no es ser un buen conversador —un buen «charlatán»—, sino un magnífico «escuchatán»… y también un experto «provocador» de confidencias, mediante la apertura de la propia intimidad o a través de las preguntas adecuadas, que despierten y faciliten en nuestro interlocutor la necesidad que todos tenemos de abrir a un buen amigo nuestra alma).

Por otra parte, para comprender los sentimientos y puntos de vista de nuestro interlocutor es menester intentar ponerse en su lugar; y esto supone:

• en primer término, tener muy en cuenta su modo de ser y las peculiaridades más hondas que lo caracterizan, así como las circunstancias propias del momento que está viviendo; y

• además, olvidarse de uno mismo y atender a lo que en cada instante nos dice y siente quien nos habla, en lugar de andar buscando ya mientras lo hace qué le vamos a contestar.

Es preciso abandonar los propios pensamientos y ocupaciones, saber mirar abiertamente a los ojos de nuestro interlocutor, esperar a que exprese lo que necesita comunicarnos y ser pacientes, manteniendo mientras conversa la atención centrada en aquello que nos está diciendo. Solo así cabe apreciar quién es el otro y qué desea transmitirnos. De lo contrario, resulta muy sencillo filtrar sus palabras y entender lo que esperamos oír de él o lo que más se adecua a nuestro humor.

Por eso, no sabe escuchar :

• quien emite juicios de valor sobre lo que su interlocutor le está contando o discute acerca de ello;

• el que interrumpe la conversación o completa las frases del otro, dando por supuesto que ya conoce lo que le pasa y adelantándose a exponerlo;

• quien se distrae durante el diálogo, entreteniéndose u ocupándose en hacer otras cosas;

• el que se apresura a dar soluciones, en vez de aguardar, suponiendo razonablemente que el otro es capaz de hallarlas por sí mismo, tal vez auxiliado por nuestras preguntas.

— «Mirarse» mientras se habla

Como mera ejemplificación de lo que vengo apuntando, me gustaría poner de relieve que, en la comunicación auténticamente personal, la mirada franca y sincera representa una función de muchísima más categoría que la simple expresión oral.

Lo haré, por no alargarme y porque su planteamiento es en extremo penetrante y sagaz, siguiendo algunas indicaciones de Carlos Llano.

«Hemos dicho —nos explica— que las personas se relacionan de una manera íntima, ya que la intimidad es la característica propia de la persona […]. Esta intimidad aflora y hasta hace su eclosión en la familia, y lo hace de muchas maneras.

»Una de ellas, y quizá la principal y más expresiva, es la comunicación de la mirada. Mirarse a los ojos produce una estrecha relación de la que son incapaces las palabras. Los ojos dicen, expresan, reflejan, traslucen el interior de la persona de una manera más natural y directa que la palabra. Ésta puede quedar tácticamente modificada por la inteligencia misma de la que debería ser su expresión natural. La mirada no: el entendimiento y la voluntad no poseen respecto de la expresión visual el mismo dominio de que gozan sobre la palabra. En este sentido, podemos aun afirmar que la mirada traiciona lo que la palabra expresa.

»La tintura de hipocresía, la sensación de doblez que deja la persona de lentes oscuros permanentes, es prueba de lo que decimos: quien no quiere que veamos su mirada, algo esconde. Es prueba de lo mismo también el individuo que, durante su conversación con nosotros, no nos mira a los ojos, sino que desvía su mirada a objetos menos vivos que el rostro de su interlocutor.

»No estamos refiriéndonos a fenómenos psíquicos de alguna complejidad, sino a la relación vulgar entre personas vulgares como lo puede ser un trato de negociación mercantil. Nos sentimos inseguros de personas con las que no podemos comunicarnos con los ojos, que ocultan su mirada, que no miran de frente».

Y, abundando sobre el mismo tema, añade: resulta imposible «entrar en el fondo del alma cuando no podemos hacerlo mediante esas ventanas privilegiadas que son los ojos de nuestro interlocutor. Es verdad que a través de la pantalla televisiva podemos ver los ojos de quien nos habla. Podemos ver sus ojos, sí, pero no podemos ver sus ojos mirando a los nuestros, en donde se condensa la relación visual, y gracias a la que podemos entrar en los estratos más profundos del alma, porque en el mismo momento puede el otro —nuestro interlocutor— entrar a través de nuestros ojos en los estratos profundos de la nuestra».

Para concluir más tarde: «No es a los ojos a los que hay que atender: es a la mirada que los ojos del otro dirige a los míos. Hasta que esto no se dé […], no habrá aún verdadera comunicación. No hablamos de comunicación íntima, sentimental, personalizada. Hablamos de comunicación verdadera (porque la verdadera comunicación es íntima, sentimental, personalizada, aunque sea también abstracta, universal y objetiva)».

Resulta fácil advertir el cúmulo de sugerencias que transmiten estos párrafos, entresacados un tanto al azar entre otros de semejante calibre: por ejemplo, las fronteras insuperables que, hoy por hoy, presenta Internet para una auténtica comunicación personal… a pesar de los avances innegables que en esta misma dirección se están realizando. Pero las dimensiones de este escrito impide desarrollarlas como sería deseable.

— Repetir

Una buena manera de asegurarse de que uno ha comprendido las ideas expuestas por otro es la de repetirlas con las propias palabras o parafrasearlas, pidiéndole que nos confirme si hemos entendido bien.

Además, al obrar de este modo, le damos la prueba de que nos tomamos en serio lo que dice. Ignorar, aceptar con suficiencia o ridiculizar lo que se nos comenta, resulta siempre profundamente lesivo: hiere en lo más hondo del alma.

— Responder

Para que exista comunicación no basta con escuchar. Es preciso también expresar nuestro parecer sobre lo que nos dicen. En ocasiones, las menos, puede bastar un «sí… es cierto… sin duda… de acuerdo… tienes razón…», que asegura que el mensaje ha sido recibido, al tiempo que promete una contestación definitiva más tarde, cuando hayamos reflexionado a fondo sobre lo propuesto.

También cabría pensar que quien calla otorga, y responder con el silencio; pero es desaconsejable por resultar mucho más cálida y humana, y mucho más declarativa, la voz.

De ahí que, de ordinario, deba evitarse contestar con sonidos inarticulados: «hum», «pss»… Al contrario, a la manifestación de interioridad de nuestro cónyuge hemos de corresponder con un conjunto de expresiones articuladas —las propias y específicas del ser humano—, que satisfagan lo más ampliamente posible la cuestión que nos plantea.

— Adecuar el comportamiento a la palabra

El modo de actuar debe ser coherente con lo que manifiestes de viva voz.

Por ejemplo, cuando dices a tu mujer: «te escucho», debes también cerrar el periódico o apagar el televisor.

Y cuando ella sabe que no le va a dar tiempo a arreglarse lo mejor es que lo confiese cuanto antes y con toda sencillez; no basta con repetir durante veinte minutos: «¡ya estoy casi lista!».

— Valentía

En toda relación amorosa se pone en juego una delicada urdimbre de sentimientos. Estos dan belleza y esplendidez al nexo de amor, pero también lo tornan frágil y lo exponen a ciertas crisis.

A veces resulta costoso descubrir su origen. En tales casos, puede ayudarnos a suavizar eventuales tensiones o malentendidos un esfuerzo valiente para abrir nuestro corazón a la pareja, pedir que ponga el suyo al descubierto e intentar examinar juntos la avería.

Si esto no se hace, no es difícil que los dos se manifiesten el propio malestar bajo la forma de reprobaciones sordas o de alusiones o bromas o ironías, que irritan al cónyuge, sobre todo cuando se hace en presencia de otros.

Se originarán resentimientos, acritud y encerramiento en uno mismo. Después, cuando el peligro ya resulte evidente, tal vez uno dirá al otro que habría debido manifestarle lo que no iba bien. Y el otro se sentirá con derecho a responderle: «¡Tendrías que haberte dado cuenta!».

— Espíritu positivo

Si deseamos que nuestro cónyuge se corrija en algún detalle, es importante intentar hacerle las observaciones oportunas del modo más positivo posible, de forma que resulten más aceptables y no demasiado amargas.

Por ejemplo, en vez de espetar: «Eres un egoísta. No me harías un favor incluso aunque vieras que me estaba muriendo. Pero de tus cosas nunca te olvidas», podría decirse: «Tu descuido me ha causado pena. Estaba tan segura de ti. Para mí era tan importante…».

O en lugar de acusar: «Ayer me hablaste en un tono del todo improcedente», cabría insinuar: «Perdona, en la conversación de anoche perdí un poco los estribos, estaba nervioso y excitado… y conseguí sacarte también a ti de tus casillas».

— Búsqueda sincera de la verdad

Como anunciaba, en la medida en que verse sobre cuestiones más de fondo, y sobre todo cuando se trate de resolver posibles problemas, el esfuerzo de comunicación entre los cónyuges no debe tender solo a manifestar lo que uno y otro sienten y piensan, sino también —y más aún— a descubrir la verdad del asunto que llevan entre manos y juntos pretenden esclarecer.

El objetivo radical de la comunicación es el conocimiento de la verdad, único modo eficiente de conjurar al tiempo el peligro de sentirse solos.

No se trata, por tanto, principalmente, de exponer lo que creen ver los sujetos dentro de sí, sino sobre todo cuál es la realidad de las cosas, externas e internas.

Y así, por acudir a un ejemplo bastante común, no sería suficiente que los padres llegaran al acuerdo de permitir al chico o a la chica de 12-13 años salir habitualmente las noches de los fines de semana y volver a casa al amanecer; como tampoco sería fruto de auténtica comunicación en la verdad acordar sin motivo justificado no acoger a los hijos que Dios quiera enviar durante los primeros años de matrimonio (o más tarde, como es obvio).

En los dos supuestos, la común decisión y concierto de la pareja atenta contra la naturaleza de la familia y no puede producir auténticos frutos de paz y alegría y hacernos efectivamente salir de nuestro aislamiento. Constituyen tan solo apariencias de comunicación, puesto que no dan a conocer la realidad ni se adecuan a su deber-ser.

* * *

En cualquier caso, conviene insistir de nuevo en que los esfuerzos positivos por establecer una cada vez más rica comunicación entre los cónyuges y por adaptar el propio modo de ser a los deseos y necesidades de nuestra pareja resulta un elemento clave para convertir el matrimonio en lo que debe ser: una aventura apasionante.

No es cosa fácil.

Como recuerda Federico Suárez, «hacer que dos personas de distinto sexo (lo que implica distinta psicología, distinto modo de discurrir y de ver las cosas, distinta sensibilidad), gustos desemejantes, carácter diverso —y a veces, contrario—, en ocasiones diferentes creencias o convicciones, acaben acoplándose de tal modo que se complementen a la perfección, es una hazaña que requiere algo más que saber lo que tienen que hacer para tener hijos y una vaga intuición sobre el modo de educarlos, pues reclama cierta dosis (a veces gran dosis) de comprensión, de paciencia con los defectos del otro (todos tenemos defectos) o con su modo de ser, abnegación, espíritu de sacrificio, sentido de la proporción…».

3. Aprender a discutir

A pesar de la ayuda que pudieran prestar las mejores reglas, y a pesar sobre todo del cariño e ilusión crecientes que se pongan en evitarlos, es natural que en la vida de un matrimonio existan discusiones, momentos de tensión, diferencias de opiniones y de gustos.

La relación entre la pareja se refuerza y madura también de este modo, superando los conflictos y, sobre todo, aprendiendo a perdonar y a ser perdonado, que constituyen dos de las más sublimes, jugosas y gratificantes expresiones de amor.

Por lo demás, a pelearse se va uno entrenando un poco ya desde el noviazgo. No hay, pues, que asustarse demasiado ni intentar evitar a toda costa las discusiones, reprimiendo emociones y sentimientos.

En ocasiones es bueno desfogarse. Pero resulta imprescindible aprender a discutir.

— Diez consejos básicos

Doy por eso algún consejo deportivo al respecto o, si se prefiere, «El decálogo del buen discutidor»:

1) No eludas la discusión por encima de todo, ni la cortes saliendo ostentosamente de la escena, cuando temes estar equivocados.

Y si hubieras obrado de este modo, ten la honradez de volver, pasados los momentos de enfado, y replantear el asunto hasta alcanzar el acuerdo deseable.

2) Ten la disposición habitual de reconocer tus defectos y errores… y amar e incluso llegar a «sentir ternura» por los de tu cónyuge. Son signos de grandeza de ánimo.

3) Si adviertes que has dicho algo no objetivo o injusto, retíralo de inmediato lealmente, pidiendo perdón si es necesario (es decir: casi siempre).

4) Evita agresivas y descalificadoras ofensas personales y actitudes irónicas o despreciativas.

5) Presta atención para no proyectar inconscientemente en el otro la razón de tu malhumor.

Más vale «desaparecer de la escena» por algún tiempo que descargar sobre el cónyuge o sobre los hijos una tensión de la que ellos no tienen responsabilidad.

6) No levantes acta de las culpas de tu pareja ni te empeñes en seguir echándole en cara cosas ya pasadas: menos cuanto más graves o dolorosas hayan podido ser.

No devuelvas jamás a tu cónyuge al pasado: no tienes derecho (con el «sí» que le otorgaste en el matrimonio redimiste todos y cada uno de sus errores pretéritos).

Intenta vivir en el presente y mirar hacia adelante.

7) Esfuérzate por comprender, si es el caso, que la rabieta del otro está surgiendo de una momentánea necesidad de desahogo.

8 ) Permite al cónyuge llegar hasta el final en la exposición de su malestar, intentando por todos los medios comprender su punto de vista; a menudo le bastará esa posibilidad amable de desfogue para calmarse en un 50%.

9) Procura exponer tus razones de forma clara y breve, con la máxima calma posible y, si eres capaz, con un tanto de humor (que equivale a saberte reír de ti mismo, a no tomarte demasiado en serio), pero jamás con ironía.

10) Conseguid, como ya se ha sugerido, que incluso las discusiones más violentas acaben con un gesto de reconciliación; de esta suerte, hasta las propias disputas formarán parte del humus sobre el que crece el amor conyugal.

Tal como explica José Pedro Manglano, «todo lo que constituye la vida normal puede ser alimento bueno» para el amor. «Todo: lo positivo y lo negativo». El buen amor «se alimenta de palabras, de compras, de necesidades, de ver la tele, de ir al médico, de paseos… Del mismo modo que se alimenta de discusiones, de aburrimiento, de malentendidos, de fallos propios, de fallos del otro, de manías y de preferencias. Podríamos decir que el amor dispone de un aparato metabólico que es capaz de convertir en alimento incluso lo que de por sí es nocivo: la traición, el olvido, el desamor».

Por eso, más que el propósito de no pelearse jamás, conviene hacer el de recomponer la paz cada vez lo antes posible: nunca un matrimonio debería entregarse al sueño sin haber resuelto los posibles conflictos originados durante el día.

El amor conyugal no muere a causa de las trifulcas, sino que lo matamos por no saber ponerles remedio y sacar partido de ellas.

Si por desgracia alguno de vuestros hijos ha presenciado vuestra disputa —cosa que siempre se debería evitar—, es bueno que asista también a vuestra reconciliación.

— Y cuatro principios de fondo

Si a pesar de todo vuestro esfuerzo las cosas se pusieran mal, no olvidéis que quien responde al desprecio o al odio con el amor siempre vence. «Donde no hay amor —recordaba San Juan de la Cruz—, pon amor y encontrarás amor».

Debemos convencernos hondamente, sin temor a ser tachados de ingenuos o utópicos: el amor es el arma más poderosa, porque con ella participamos del más vigoroso poder de Dios.

De ahí que, tras haber rememorado esta idea fundamentalísima, tal vez convenga exponer otros cuatro principios básicos, de más calado que los anteriores, por cuanto expresan las disposiciones más hondas, y capaces por eso de dirigir y enderezar el cambio de opiniones entre los esposos y resolver las posibles dificultades. Podrían enunciarse así:

1) Estudiar los problemas más que discutir sobre ellos.

La actitud radical de los cónyuges mejora hondamente con ese cambio de enfoque aparentemente mínimo.

Discutir entraña casi siempre, de manera más o menos velada, un enfrentamiento entre los componentes del matrimonio, que de forma no del todo expresa se sienten acusados e incluso rechazados por el otro, y un semiconsciente afán de llevar razón.

El estudio objetivo de las cuestiones que no van en la familia —entre los cónyuges, en su relación con los hijos o en la de éstos entre sí—, más cuando se realiza como si se hablara de otras personas, elimina la carga de subjetividad y orgullo que tantas veces impide descubrir la auténtica realidad y la solución para el entuerto.

Recordaba un sacerdote santo de nuestros días que de la discusión no suele salir la luz, porque la apaga el apasionamiento.

2) Pedir sinceramente al otro que nos explique su pensamiento

También en este caso puede parecer una minucia, pero la manifestación del deseo sincero de entender los motivos radicales que llevan a nuestra pareja a opinar o a obrar de un determinado modo nos sitúa en condiciones óptimas para contrastar objetivamente sus pretensiones con las nuestras y provoca en el cónyuge la actitud de apertura que la discusión acalorada suele matar, por cuanto advierte en nosotros la disponibilidad para comprender de veras su punto de vista.

3) Cambiar uno mismo como invitación para que el otro modifique su conducta

Como expone Borghello, «el arte del diálogo se basa sobre un principio fundamental para la vida de los cónyuges: si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo.

»Siempre existe algo en el tono de la voz, en el modo de recriminar, en el de presentar el problema, etc., en que yo puedo mejorar.

»Por lo normal basta que yo lo haga para que la otra persona cambie de inmediato.

»Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar: se reconocen los propios errores pasados, se hace notar que de un tiempo a esta parte ha habido una mejora y, a continuación, se pide al cónyuge una pequeña transformación [algo que realmente pueda llevar a cabo, no una transformación radical] que facilite el amarlo con sus defectos.

»Una vez hecho esto, si el otro está de acuerdo, lo más importante ya ha sido realizado.

»Sin duda, sería exagerado pretender que desde ese momento no caiga más en el defecto admitido; basta que luche. Lo importante, con el arte del diálogo, es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja.

»Quien no haya jamás probado a modificar el propio modo de obrar para ayudar a los demás a hacerlo, basta que lo intente y advertirá de inmediato una mejoría perceptible»… y en ocasiones asombrosa.

4) De nuevo el olvido de sí y la amorosa aceptación del otro

A lo que todavía cabría quizás añadir un comentario.

Por más que la comunicación y el deseo de mejorar de ambos cónyuges gocen de una importancia notabilísima en el seno de la vida en común, más relevantes todavía son el cariño, la comprensión honda y esforzada, la aceptación radical del modo de ser de nuestra pareja… y la falta de apego a nuestro yo: si el verdadero amor culmina siempre en entrega, la mejor lucha para querer a fondo consiste en deshacer las amarras que nos ligan a nuestro propio ego, de modo que efectivamente éste se encuentre disponible para ofrecerlo —¡y para aceptar!— a la persona amada.

De ahí que, en caso de conflictos o de disparidad de opiniones, lo absolutamente imprescindible —antes y por encima de intentar modificarlas o suprimirlas— sea el esfuerzo por ponerse a uno mismo entre paréntesis, el afán por comprender y aceptar las diferencias esenciales que provocan la disensión y el empeño por aprender a vivir con ellas… sin por eso disminuir ni un ápice el amor, la honra y el respeto que nuestro esposo o nuestra esposa incondicionalmente merecen.

Si se obra de este modo, casi cabría asegurar que la relación entre los cónyuges está a salvo de deterioros significativos… o puede recomponerse si ya se ha venido un poco abajo

Tomás Melendo Granados

martes, 30 de octubre de 2007

Conyugalia: La familia, ámbito primordial de realización humana.

La familia, ámbito primordial de realización humana.

Tomás Melendo Granados en http://www.arbil.org/89mele.htm

Si desde antiguo se viene diciendo que la persona es lo más perfecto que existe en la naturaleza; si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar (aunque a veces no se respete) su dignidad y su grandeza… ¿no resulta un poco extraño que los animales, normalmente considerados inferiores al hombre, no necesiten familia, mientras que al hombre le sea absolutamente imprescindible solo o principalmente en función de su precariedad, de su inferioridad respecto a ellos? El cambio radical que pretendo introducir, es que la persona —también las superiores a las humanas, supuesto que las haya— requiere de la familia justamente en virtud de su eminencia, de su valía, de lo que en términos metafísicos llamaría excedencia en el ser.

La familia, ámbito primordial de realización humana.

Durante bastante tiempo, aunque no de manera exclusiva, la necesidad de la familia se ha explicado poniendo el énfasis en la múltiple y palmaria precariedad del hombre. Por ejemplo, en lo que atañe a la mera supervivencia: mientras los animales nacen con una dotación instintiva que les permite manejarse desde muy pronto por sí mismos —venía a decirse—, el niño, abandonado a sus propios recursos, perecería inevitablemente. O, atendiendo a razones de corte psicológico, se insistía en la necesidad ineludible de superar la soledad, de distribuir el trabajo o los ámbitos del saber entre varios para lograr una mayor eficacia, y razones por el estilo.

Todo esto es cierto, pero me parece que no alcanza el núcleo de la cuestión. Si desde antiguo se viene diciendo que la persona es lo más perfecto que existe en la naturaleza; si hoy es difícil hablar del ser humano sin subrayar (aunque a veces no se respete) su dignidad y su grandeza… ¿no resulta un poco extraño que los animales, normalmente considerados inferiores al hombre, no necesiten familia, mientras que al hombre le sea absolutamente imprescindible solo o principalmente en función de su precariedad, de su inferioridad respecto a ellos?

El cambio radical que pretendo introducir, es que la persona —también las superiores a las humanas, supuesto que las haya— requiere de la familia justamente en virtud de su eminencia, de su valía, de lo que en términos metafísicos llamaría excedencia en el ser.

Mi colega queridísimo, el Doctor Falgueras, hablaría tal vez del carácter «donal» de la persona, de que la persona es o está llamada al don, a la entrega. En la misma línea, la describí hace tiempo como principio y término de amor, explicando expresamente que el acto en que culmina el amor es justo ese: el de entregarse.

Los seres inferiores, cabría apuntar, a causa de su misma escasez de realidad, actúan de forma casi exclusiva para asegurarse la propia pervivencia y la de su especie. Porque tienen poco ser, diría, tienen que dirigir toda su actividad a conservarlo, a protegerlo: se cierran en sí mismos o en su especie en cuanto suya. A la persona, por el contrario, hablando de modo un tanto metafórico, justo por ser persona y por la nobleza que ello implica, «le sobra ser», y de ahí que su operación más propia, precisamente en cuanto persona —y aquí ya no hay ni resto de metáfora— sea justo la de darse, la de ser o convertirse en «don», por utilizar de nuevo la terminología del Profesor Falgueras; o, en mi propia jerga, la de amar. (Y de ahí, lo digo entre paréntesis, que solo cuando ama en serio, cuando se da sin tasa —«la medida del amor es amar sin medida»—, el ser humano puede alcanzar la felicidad).

El porqué de la familia.

Fíjense en que para que alguien pueda darse de verdad, completamente, es menester de otra realidad capaz y dispuesta a recibirlo o, mejor, a aceptarlo. Y eso, entre los seres humanos, sólo puede ser otro alguien, una persona.

Más de una vez, hablando del regalo, he explicado que, a pesar de la conciencia que solemos tener de nuestra pequeñez e incluso a veces de nuestra ruindad, es tanta la grandeza de nuestra condición de personas que nada resulta digno de sernos regalado… excepto otra persona. Cualquier otra realidad, incluso el trabajo o la obra de arte más excelsa, se demuestra bastante escasa, muy poca cosa, para acoger la magnitud sublime aparejada a la condición personal: ni puede ser «vehículo» de mi persona, ni está a la altura de aquella otra persona a la que pretendo entregarme. De ahí que, con total independencia de su valor material, el regalo sólo cumple su función en la medida en que yo me comprometo —estoy como «integrado»— en él. («¿Regalo, don, entrega? / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar», escribió magistralmente Salinas).

Pero decía que, además de ser capaz, la otra persona tiene que estar dispuesta a acogerme y de manera incondicional: de lo contrario, mi entrega quedaría en una mera ilusión, en una finta, en una especie de aborto. Si nadie me acepta, por más que yo me empeñe, resulta imposible que me entregue.

Pues bien, el ámbito natural de la acogida sin reservas, por el mero hecho de ser personas, es justo la familia: la familia en que se nace o la que se crea. En cualquier otra situación, a la hora de aspirar a un empleo, pongo por caso, resulta legítimo y del todo justo que se tengan en cuenta determinadas cualidades o aptitudes, sin que al rechazarme por carecer de ellas se lesione en modo alguno mi dignidad (el igualitarismo, que hoy muchas veces intenta imponerse fraudulentamente con el pretexto de evitar la «discriminación», sería aquí lo radicalmente injusto). Por el contrario, en el caso de una familia cabal y genuina, para aceptarme se tiene en cuenta, sí, mi condición de persona, y además… mi condición de persona. Y nada más.

Por eso cabe afirmar, aunque suene un tanto insólito, que, en el sentido amplio y profundo de la expresión —y hablando en términos generales—, sin familia no puede haber persona o, al menos, persona cumplida, llevada a plenitud. Pero esto, me gustaría que quedara claro, no primaria ni principalmente a causa de carencia alguna, sino al contrario, en virtud de nuestra propia excedencia, que «nos obliga» a entregarnos… so pena de quedar frustrados.

Estimo que esta idea, esta suerte de inversión de perspectivas (que no niega la verdad del punto de vista complementario), tiene más repercusiones de lo que de entrada solemos suponer.

Por ejemplo, en el ámbito doméstico, lleva consigo el que la familia no sea una institución «inventada» para los débiles y desvalidos (niños, enfermos, ancianos…); sino que, al contrario, como bien advirtió el empresario al que vengo aludiendo, cuanto más perfección va alcanzando un ser humano, más necesidad tiene de la familia, justamente para poder crecer como persona, dándose y siendo aceptado: amando… con la guardia baja, sin necesidad de «demostrar» nada para ser querido.

O hablando más en general, esta forma de encararse y comprender a la persona repercute en el modo de legislar, en la política, en el trabajo… Solo si se tiene en cuenta la grandeza impresionante del ser humano podrán establecerse las condiciones para que este se desarrolle adecuadamente y, como consecuencia, logre ser feliz.

Cuando la teoría se torna vida… y viceversa.

A menudo se oye, en tono un tanto agresivo, que el problema del hombre de hoy es el orgullo de querer ser como Dios. No niego que en algunos casos pueda haber algo de razón en ese planteamiento. Pero estimo que es más honda la afirmación opuesta: el gran handicap del hombre contemporáneo es que no tiene conciencia de su propia valía y se trata y trata a los otros de un modo absurdamente infrahumano.

El viejo Schelling, en cuyo conocimiento me inició el Profesor Falgueras, afirmaba sin dudar: «el hombre se torna más grande en la medida en que se conoce a sí mismo y a su propia fuerza». Y añadía: «Proveed al hombre de la conciencia de lo que efectivamente es y aprenderá inmediatamente a ser lo que debe; respetarlo teóricamente y el respeto práctico será una consecuencia inmediata». Para concluir: «el hombre debe ser bueno teóricamente para devenirlo también en la práctica».

¿Exageración de un joven escritor? Tal vez… si el conocer se toma en la acepción racionalista y aséptica, ajena a la vida vivida, a que nos acostumbraron los racionalismos hoy ya un tanto trasnochados. Pero no, en absoluto, si lo entendemos, sin ir más lejos, al modo de Kierkegaard, cuando sostiene que algo no llega a saberse (repito, simplemente a saberse) hasta que uno consigue hacerlo vida de la propia vida.

Ahora bien, el modelo que rige buena parte de las Constituciones de los sedicentes países desarrollados de nuestro entorno resulta —y lo digo sin ningún afán polémico y con el más exquisito de los respetos— una suerte de mini-hombre, de persona reducida, casi contrahecha.

Sé en el berenjenal en que me estoy metiendo. Pero como filósofo —amante apasionado del saber, aunque no sabio—, me importa bastante poco lo políticamente correcto o incorrecto; no tengo miedo alguno a la soledad cuando estoy convencido de ser cierto lo que afirmo, como tampoco a cambiar de postura, incluso radicalmente, en cuanto advirtiera que estaba en el error; y mi único interés, el que pienso que me legitima socialmente y justifica el sueldo que cobro, es el de hacer partícipes a los demás, en la medida en que pueda ayudarles, de lo que voy descubriendo en mis reflexiones: el célebre contemplata aliis tradere de los clásicos.

Por eso afirmo que con más frecuencia de la deseada, al hombre de hoy se le niegan justo las características que definen la grandeza de su humanidad. Por ejemplo, la capacidad de conocer, de manera imperfecta, sin duda, pero real.

Quizá no existe nada que traicione más radicalmente la fuente en que dice inspirarse y pretende encarnar que una considerable mayoría de las democracias actuales. Una democracia auténtica tiene como base, junto con el reconocimiento de la limitación del entendimiento humano, y mucho más fuerte que él, la convicción de que la realidad es cognoscible. Por eso se basa en el diálogo auténtico, genuino, de unos ciudadanos persuadidos de que con la suma de las aportaciones de muchos podrán llegar a descubrir lo que esa realidad efectivamente es y, por tanto, el comportamiento que reclama.

Buena porción de las democracias actuales, por el contrario, presentan como correlato ineludible el relativismo escéptico, la casi contradictoria convicción de que la verdad no puede conocerse y, como consecuencia, la apelación al simple número y, con él, —mientras no se corrija el planteamiento, que puede y debe corregirse— el más tiránico y depauperado de los totalitarismos.

Y podría poner muchos más ejemplos de lo que llamé modelo de mini-persona: apenas se concibe que el hombre actual pueda amar a fondo, con un compromiso de por vida, jugándose a cara o cruz, a una sola carta, como Marañón solía repetir, el porvenir del propio corazón (de ahí el avance de la admisión legal del divorcio, que impide casarse de por vida); o que sea capaz de dar sentido al dolor, no por masoquismo, sino porque el dolor es parte integrante de la vida del hombre, y, cuando se rechaza visceral y obsesivamente, junto con él se suprime la propia vida humana, cuyo núcleo más noble lo constituye la capacidad de amar… (en el estado actual, el sufrimiento es parte ineludible del amor: negado a ultranza el «derecho» a padecer, se invalida simultáneamente la posibilidad de amar de veras).

Conclusión.

No sigo porque el tiempo se echa encima. Quiero dejar claras, no obstante, tres de mis más arraigadas convicciones.

a) La primera, mi absoluta fe en el ser humano, en su capacidad de rectificar el rumbo y de superarse a sí mismo, cuando fuere necesario. Estimo que no confundo el diagnóstico con la terapia. Como la filosofía, el diagnóstico no es nunca optimista o pesimista, ni debería ser interesante o despreciable o lucrativo o desdeñable… sino solo verdadero o falso. Mucho mejor moverse dentro de estos términos. ¡Qué de daños traería consigo el «optimismo» de diagnosticar y tratar como simple cefalea un tumor cerebral maligno!

b) En segundo término, que, en efecto, y a pesar de lo que pudiera parecer, el hombre actual necesita de manera perentoria, advertir su propia excelsitud y actuar de acuerdo con ella.

c) Por fin, que el «lugar natural» para aprender a todo ello, el único verdaderamente imprescindible y me atrevería a decir que suficiente, es la familia. No solo el niño, sino el adolescente que aparenta negarlo, el joven ante el que se abre un abanico de posibilidades deslumbrante y polimorfo, que en ocasiones de le dejamos ni percibir, el adulto en plenitud de facultades, el anciano que aparenta declinar… se forjan y se rehacen, día tras día, en el seno del propio hogar. Y, así templados y reconstituidos —¡personalizados y re-personalizados!, si se me permite el barbarismo—, son capaces de darle la vuelta al mundo, de humanizarlo.

Por eso un Master en Ciencias para la Familia.

Mas información en

jueves, 25 de octubre de 2007

Conyugalia: consultoria para reconciliar el trabajo y la familia


Consultoría doméstica, un servicio en expansión


En Estados Unidos se extienden los servicios de consultoría doméstica, que asesoran a las familias sobre el modo de organizar bien el trabajo en el hogar, una necesidad urgente para muchos padres de hoy con poco tiempo y sin posibilidades de contratar asistencia permanente. Lo cuenta Sue Shellenbarger en su colaboración semanal sobre trabajo y familia en The Wall Street Journal (18 octubre 2007).

Firmado por www.aceprensa.com Fecha: 23 Octubre 2007


Shellenbarger cuenta el caso de Vicki y Derek Ryan, padres de cuatro hijos de 7 a 17 años. Estaban desbordados. En su casa reinaba el desorden y a menudo desaparecían llaves, documentos, ropa... sepultados en el barullo. Los horarios de los niños eran complejos y caóticos, imposibles de coordinar entre sí y con los de los padres. Llegaban tarde a casi todo, y Vicki se pasaba el día gritando: “¡Deprisa, deprisa, deprisa!” Era frustrante. Hasta que Vicki decidió acudir a una consultoría doméstica.


La asesora, Kathy Peel, después de evaluar la situación, le hizo un plan para reorganizar la casa. Había que empezar por la cocina, el lavado de la ropa y los armarios. Para conseguir que los niños ayudasen, sugirió que asignase a cada uno una cesta propia para la ropa sucia; una vez limpia, cada uno tiene que colocarla en su armario. El que no colabora se queda sin paga semanal. Los juguetes, prendas y demás objetos dejados fuera de sitio son inmediatamente incautados y van a una caja llamada “cárcel de cosas desordenadas”; para rescatarlos hay que pagar una fianza a mamá. Peel también ayudó a Vicki a diseñar una agenda para llevar el control de citas, tareas y facturas. Tras aplicar durante un año las recomendaciones de la asesora, Vicki dice que los resultados son “espectaculares”.


Las consultorías de administración doméstica, que funcionan desde hace unos diez años en Holanda al menos, se han multiplicado últimamente en Estados Unidos. Shallenberger aporta dos indicios: la empresa de Peel ha formado ya cerca de 200 asesores; la experta más quizá famosa, Marla Cilley, ha visto cómo los suscriptores de su sitio www.flylady.net subían a 437.000, más del doble que hace cuatro años.


Los consultores cobran de 25 a 90 dólares la hora. La mayoría no están titulados, y el grado de cualificación es muy variable, advierte Shallenberger. En todo caso, la experiencia de las familias que han recurrido a estos servicios es que un asesor de administración doméstica, por bueno que sea, solo puede facilitar orientación y ayudar a dar el primer paso; pero lograr cambios duraderos exige empeño y constancia por parte de los interesados.


Por ejemplo, los asesores intentan que la familia trabaje en equipo, pero conseguir que los hijos se impliquen puede ser muy difícil, como explica Shallenbarger una madre (que finalmente tuvo éxito). Un matrimonio californiano con tres hijos pequeños cuenta que ganó la batalla contra el desorden gracias al diario “sprint de 7 minutos” que aconsejó la consultora: una especie de juego en que toda la familia repasa la casa entera contra reloj para poner cada cosa en su sitio. En cambio, ese mismo método no funcionó en casa de los Ryan, cuyos hijos son mayores. Por eso, insiste Shallenberger, hay que estar dispuesto a experimentar, pero lo principal es el tesón de los padres, pues “no hay asesoramiento suficiente para mover a quien no está motivado”.


Fuente: The Wall Street Journal

Mas información en conyugalia@hotmail.com

lunes, 22 de octubre de 2007

Conyugalia: 10 principios sobre matrimonio y bien común

“Aquí tiene el libro digital 10 principios sobre matrimonio y bien común editado por el Social Trend Institute (USA)”

comentario en www.temas.cl, viernes 8 de junio de 2007


Acaba de publicarse como libro digital «Matrimonio y bien común», la traducción española de «Marriage and the Public Good: Ten Principles», publicado en 2006 por el Witherspoon Institute.

Este volumen es el resultado de una serie de intercambios académicos apoyados por el Social Trends Insititute (STI) y el Witherspoon Institute, que se iniciaron en 2004 en una reunión en Princeton, New Jersey. Estructurado en 10 principios, este libro da una visión clara, detallada pero breve de por qué el matrimonio es un aspecto clave de nuestra sociedad. Constituye una rica fuente de información así como una herramienta útil para todos aquellos que estén trabajando para defender el matrimonio. El Social Trends Institute es una fundación sin ánimo de lucro, establecida en Estados Unidos y con delegación en Cataluña. Su labor es fomentar la investigación y difusión de conocimiento científico en cuatro grandes áreas: familia, cultura y estilos de vida, gobierno corporativo y biotecnología. Ambas versiones, en español e ingles (en pdf) pueden ser bajadas de la web del Social Trends Institute en el siguiente enlace:

http://www.stinewyork.org/subfam.php?subid=24&i2=5.


Mas información en conyugalia@hotmail.com


viernes, 19 de octubre de 2007

Conyugalia: El matrimonio fuente de bienestar

El matrimonio fuente de bienestar

Artículo de Agustín Alonso, en www.aceprensa.com
<http://www.aceprensa.com/>, Miercoles 17 de octubre de 2007

Cuenta una novela costumbrista británica de finales del XIX la historia de dos jóvenes hermanos huérfanos que vivían en una amplia finca de la campiña inglesa. El mayor de ellos, seco, envarado, meticuloso, se encargaba de gestionar el abundante patrimonio de la familia. El menor, en cambio, era un vividor cuyos días transcurrían en medio de una agitada vida social. Tras la inesperada muerte del primero de ellos, el otro pierde progresivamente su antigua alegría en poco tiempo, acaba cayendo en la bancarrota, enferma de gravedad y muere, ante la sorpresa de su entorno.

Hay una escena de la novela en la que el hermano menor, ya en el lecho de muerte, recibe a uno de sus amigos. Durante la conversación, recuerdan al hermano mayor, y el visitante se burla de su famosa flema, falta de nervio e inflexible, pero el enfermo le corrige: "Es fácil –dice– ser chispeante y libertino cuando se tiene quien lleve las cuentas. Las económicas y las morales. ¡Echo tanto de menos la mirada acusadora de mi hermano!".

Algo semejante parece ocurrir en la sociedad occidental en lo que se refiere a ciertos valores, instituciones y formas sociales que en las últimas décadas han sido considerados obsoletos o circunstanciales, y cuya erosión demuestra tiempo después los efectos beneficiosos que suponían. Uno de los más claros es el matrimonio.

Mientras existían unos usos sociales que, de hecho, promocionaban la unión familiar estable, las cargas de profundidad ideológicas y culturales contra la institución que se han producido desde el siglo XIX podían resultar incluso atrevidas. Ahora que la sociedad se mueve en buena medida bajo la influencia cotidiana de esos patrones, se muestran temerarias, vistas las consecuencias que ya afloran. Los números cantan. Y, paradójicamente, uno de los momentos más críticos para el matrimonio puede convertirse también en su oportunidad para demostrar los enormes beneficios que reporta a los individuos y a la sociedad.

Menos parejas casadas

Gran Bretaña ha encendido sus alarmas ante la creciente delincuencia entre los jóvenes, a la que se suman el alcoholismo o el fracaso escolar. Quizá por este motivo, del país anglosajón llegan informes, estudios e investigaciones que buscan datos fiables para encontrar una solución a estos acuciantes problemas.

Hace casi un año el Partido Conservador publicaba un amplio informe Breakdown Britain que mostraba los perjudiciales efectos de la crisis familiar y, por consiguiente, los beneficios de la estabilidad conyugal y familiar y la necesidad de privilegiarla fiscalmente. Ahora, la Office for National Statistics (ONS) ha publicado un estudio, titulado "Focus on families" (1), en el que se cruzan datos del censo y de encuestas nacionales para tratar de descubrir las relaciones que existen entre la tipología familiar y la situación de los padres con la salud, la economía y la formación académica.

Uno de los datos más significativos que ofrece el estudio es el de la composición de los hogares y su evolución. En 35 años, de 1971 a 2006, Gran Bretaña ha aumentado en 2 millones el número de familias, hasta los 17,1 millones. El número de hogares, sin embargo, se ha cuadruplicado, pasando de 6 a 24, 9 millones, con una disminución del número de miembros de esos hogares.

En cuanto a las formas de convivencia, la gran mayoría de las parejas en Gran Bretaña están casadas: 12,1 millones de matrimonios frente a 2,3 millones de parejas de hecho, 2,3 millones de madres solas (con hijos dependientes o no) y menos de 200.000 padres solos (9 de cada 10 hogares monoparentales dependen de la madre). Entre 1996 y 2006, el número de parejas casadas cayó en un 4%, mientras que las parejas de hecho crecieron un 60%, y las madres solas, más del 11%. El estudio hace estimaciones en las que predice un incremento de las parejas de hecho de 45 a 64 años en un 250% hasta 2031, y sugiere la posibilidad de que las parejas de hecho con hijos superen a los matrimonios con hijos, si se mantiene la tendencia. Ahora bien, estas previsiones no tienen en cuenta la evolución de la inmigración, en cuyas familias dominan aun más las parejas casadas.

Matrimonio, un hábito saludable

El estudio centra dos de sus cinco capítulos en la relación entre cuidados no remunerados, estructura familiar y salud, y las cifras muestran el impacto positivo que tiene el matrimonio sobre la salud de las familias. Las parejas casadas se ocupan, en mayor proporción que las parejas de hecho, de atender a los padres de uno u otro cónyuge y a otros familiares, ya que en aquellas la cohesión familiar es más fuerte. "Mientras el 16% de las familias casadas ofrece atención durante una hora o más semanalmente, solo un 9% de miembros de parejas de hecho lo hacen", dice el informe. Esto tiene su importancia económica, pues quienes cuidan de familiares ahorran actualmente a las arcas británicas 87.000 millones de libras (125.000 millones de euros) anuales en servicios de salud y atención a personas dependientes.

Hombres y mujeres casados llevan vidas más saludables y económicamente más estables. Las mujeres casadas de 40 a 64 años, según el informe, tienen "ventajas de salud significativas" sobre las no casadas, y las madres están más sanas que las que no tienen hijos. En términos generales, con el matrimonio los maridos ganan en salud y las esposas en situación económica.

Efectos protectores

Según diferentes estudios citados por el informe, el matrimonio tiene además efectos protectores sobre los miembros de la familia porque proporciona apoyo social y emocional. Amortigua los efectos perjudiciales del estrés; influye también en la salud al crear hábitos de vida saludables (por ejemplo, algunos estudios indican que los hombres mayores que viven solos se alimentan peor que quienes viven con su esposa); los cónyuges –"particularmente las esposas"– pueden disuadir de hábitos dañinos (así, los hombres no casados tienen índices más altos de consumo de alcohol que los casados).

El matrimonio también favorece el bienestar de los hijos. Así, entre los menores de 15 años, los que viven con su padre y su madre casados son los que presentan menor riesgo de sufrir enfermedades prolongadas. Le siguen los niños que viven en hogares formados por su padre natural y una madrastra, y los que están al cuidado de la madre y un padrastro. Exceptuando el 1% de chicos sin familia, que son los que más sufren este riesgo, la mayor probabilidad de padecer una enfermedad de larga duración se da en los que viven en hogares monoparentales encabezados por la madre, hogares que registran los mayores índices de pobreza.

Diferencias de rendimiento escolar

En lo referido a la formación académica, el estudio se dirige a analizarla como causa y consecuencia de una determinada estructura familiar. Quizá las cifras más interesantes son las que reflejan el abandono escolar según los diferentes tipos de familia. A los 17 años, edad en la que la enseñanza ya no es obligatoria, el 78% de las chicas y el 69% de los chicos que vivían con sus padres casados seguían estudiando a tiempo completo, cosa que solo hacían el 69% de las chicas y el 59% de los chicos que vivían únicamente con la madre. En ambos casos, los porcentajes son superiores a los que registran aquellos que viven con padres no casados.

Estas cifras podrían ser achacables a factores socioeconómicos, ya que hay un mayor porcentaje de parejas casadas entre aquellas familias en mejor situación económica. La monoparentalidad y las rupturas familiares suelen ser causa de dificultades económicas. Para eliminar las interferencias producidas por estos factores, el estudio de la ONS desglosa los datos teniendo en cuenta la clase social del o los sustentadores económicos de la familia (clase 1: directivos y profesiones liberales; clase 2: cuadros medios, pequeños empleados, autónomos y técnicos; clase 3: trabajadores manuales). Y las diferencias se mantienen.

En el caso de las chicas de 17 años que viven con sus padres casados, siguen estudiando a tiempo completo más del 85% en las familias de clase 1, en torno al 75% en las de clase 2, y más del 65% en las de clase 3. En las familias monoparentales a cargo de la madre, las proporciones están en torno al 79%, 72% y 63%, respectivamente. En el resto de las situaciones familiares, los datos son incluso peores.

En los chicos, las diferencias son más pronunciadas. Así, de los que viven con sus padres casados, siguen estudiando a tiempo completo con 17 años el 81% de aquellos cuyos padres pertenecen a la clase 1, el 63% de los de clase 2, y el 54% de los de clase 3. De los que viven con su madre, lo hacen poco más del 70%, el 61% y el 51%, según la clase. Los porcentajes en el resto de situaciones familiares son mucho peores, especialmente para las familias de las clases 2 y 3. El estudio encuentra diferencias semejantes al analizar las calificaciones que obtienen los alumnos de esa misma edad.

Por otro lado, las diferencias en los resultados académicos entre chicos y chicas son menores en los hogares que están a cargo de los padres casados y no son familias recompuestas. Los peores resultados en todos los casos aquí mencionados corresponden a los hijos que viven en parejas de hecho en los que uno de los cónyuges no es el progenitor biológico del adolescente.



(1) http://www.statistics.gov.uk/downloads/theme_compendia/fof2007/FO_Families_2007.pdf.